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Oficio de lectura
Jueves XIV Ordinario.

II semana

Martha de Jesús+
1941-2008

Daniel +
1972-2001

INVITATORIO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Ant Entrad en la presencia del Señor con aclamaciones.
[Sal 94] ó [Sal 99] ó [Sal 66] ó [Sal 23]

HIMNO

Señor, ¿a quién iremos,
si tú eres la Palabra?

A voz de tu aliento
se estremeció la nada;
la hermosura brilló
y amaneció la gracia.

Señor, ¿a quién iremos,
st tu voz no nos habla?

Nos hablas en las voces
de tu voz semejanza:
en los goces pequeños
y en las angustias largas.

Señor, ¿a quién iremos,
si tú eres la Palabra?

En los silencios íntimos
donde se siente el alma,
tu clara voz creadora
despierta la nostalgia.

¿A quién iremos, Verbo,
entre tantas palabras?

Al golpe de la vida,
perdemos la esperanza;
hemos roto eo camino
y el roce de tu planta.

¿A dónde iremos, dinos,
Señor, si no nos hablas?

¡Verbo del Padre, Verbo
de todas la mañanas,
de las tardes serenas,
de las noches cansadas!

¿A dónde iremos, Verbo,
si tú eres la Palabra? Amén.

SALMODIA

Ant.1 Nos diste, Señor, la victoria sobre el enemigo; por eso
damos gracias a tu nombre.

- Salmo 43-
--I--

¡Oh Dios!, nuestros oídos lo oyeron,
nuestros padres nos lo han contado:
la obra que realizaste en sus días,
en los años remotos.

Tú mismo, con tu mano, desposeiste a los gentiles,
y los plantaste a ellos;
trituraste a las naciones,
y los hiciste crecer a ellos.

Porque no fue su espada la que ocupó la tierra,
ni su brazo el que les dio la victoria;
sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro,
porque tú los amabas.

Mi rey y mi Dios eres tú,
que das la victoria a Jacob:
con tu auxilio embestimos al enemigo,
en tu nombre pisoteamos al agresor.

Pues yo no confío en mi arco,
ni mi espada me da la victoria;
tú nos das la victoria sobre el enemigo
y derrotas a nuestros adversarios.

Dios ha sido siempre nuestro orgullo,
y siempre damos gracias a tu nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant.1 Nos diste, Señor, la victoria sobre el enemigo; por eso
damos gracias a tu nombre.

Ant. 2 Perdónanos, Señor, y no entregues tu heredad al
oprobio.

--II--

Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas,
y ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
nos haces retroceder ante el enemigo,
y nuestro adversario nos saquea.

Nos entregas como ovejas a la matanza
y nos has dipersado por las naciones;
vendes a tu pueblo por nada,
no lo tasas muy alto.

Nos haces el escarnio de nuestros vecinos,
irrisión y burla de los que nos rodean;
nos has hecho el refrán de los gentiles,
nos hacen muecas las naciones.

Tengo siempre delante mi deshonra,
y la vergüenza me cubre la cara
al oír insultos e injurias,
al ver a mi rival y a mi enemigo.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 2 Perdónanos, Señor, y no entregues tu heredad al
oprobio.

Ant. 3 Levántate, Señor, y redimenos por tu misericordia.

--III--

Todo eso nos viene encima,
sin haberte olvidado
ni haber violado tu alianza,
sin que se volviera atrás nuestros pasos;
y tú nos arrojaste a un lugar de chacales
y nos cubriste de tinieblas.

Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios
y extendido las manos a un dios extraño,
el Señor lo habría averiguado,
pues él penetra los secretos del corazón.

Por tu causa nos degüellan cada día,
nos tratan como ovejas de matanza.
Despierta, Señor, ¿por qué duermes?
levántate, no nos rechaces más.
¿Por qué nos escondes tu rostro
y olvidas nuestra desgracia y opresión?

Nuestro aliento se hunde en el polvo,
nuestro vientre está pegado a suelo.
Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 3 Levántate, Señor, y redimenos por tu misericordia.

VERSÍCULO

V. Señor, ¿a quién vamos a ir?
R. Tú tienes palabras de vida eterna.

PRIMERA LECTURA

Del primer libro de Samuel
25, 14-24. 28-39a

En aquellos días, uno de los servidores avisó a Abigaíl,
mujer de Nabal:

«Mira que David ha enviado mensajeros desde el de-
sierto para saludar a nuestro amo, y él los ha desprecia-
do. Sin embargo, esos hombres han sido muy buenos con
nosotros, y nada nos ha faltado mientras anduvimos con
ellos, cuando estábamos en el campo. Fueron nuestra de-
fensa noche y día, todo el tiempo que estuvimos con
ellos guardando el ganado. Date cuenta y mira lo que de-
bes hacer, porque ya está decretada la ruina de nuestro
amo y de toda su casa; y él es tan insensato, que no se
le puede decir nada.»

Tomó Abigaíl, a toda prisa, doscientos panes y dos
odres de vino, cinco carneros ya preparados, cinco arro-
bas de trigo tostado, cien racimos de uvas pasas y dos-
cientos panes de higos secos, y lo cargó todo sobré unos
asnos, diciendo a sus servidores:

«Pasad delante de mí, y yo os seguiré.»

Pero nada dijo a Nabal, su marido.

Cuando bajaba ella, montada en el asno, por lo espeso
del monte, David y sus hombres bajaban en dirección
contraria y se topó con ellos. David había dicho:

«Muy en vano he guardado en el desierto todo lo de
este hombre, para que nada de lo suyo le faltase, pues
ahora me devuelve mal por bien. Esto haga Dios a David
y esto otro añada, si para el alba dejo con vida ni un solo
varón de los de Nabal.»

Apenas vio a David, se apresuró Abigaíl a bajar del
asno y, cayendo ante David, se postró en tierra y, arro-
jándose a sus pies, le dijo:

«Caiga sobre mí la falta, mi señor. Deja que tu sierva
hable a tus oídos y escucha las palabras de tu sierva. Per-
dona, por favor, la falta de tu sierva, ya que ciertamente
hará el Señor una casa permanente a mi señor, pues mi
señor combate las batallas del Señor y no vendrá mal
sobre ti en toda tu vida. Y, aunque se alza un hombre
para perseguirte y buscar tu vida, la vida de mi señor
está encerrada en la bolsa de la vida, junto al Señor tu
Dios, mientras que la vida de los enemigos de mi señor
la volteará en el hueco de la honda. Cuando haga el Se-
ñor a mi señor todo el bien que te ha prometido y te
haya restablecido como caudillo de Israel, que no haya
turbación ni remordimiento en el corazón de mi señor
por haber derramado sangre inocente y haberse tomado
mi señor la justicia por su mano; y, cuando el Señor haya
favorecido a mi señor, acuérdate de tu sierva.»

David respondió a Abigaíl:

«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que te ha envia-
do hoy a mi encuentro. Bendita sea tu prudencia y bendi-
ta tú misma, que me has impedido derramar sangre y to-
marme la justicia por mi mano. De otro modo, ¡vive el
Señor, Dios de Israel, que me ha impedido hacerte mal!,
que, de no haberte apresurado a venir a mi encuentro, no
le hubiera quedado a Nabal, al romper el alba, ni un solo
varón.»

Tomó David de mano de ella lo que le traía y le dijo:

«Sube en paz a tu casa. Mira, he escuchado tu voz y
he accedido a tu petición.»

Cuando Abigaíl volvió a donde se encontraba Nabal,
estaba éste celebrando en su casa un banquete como de
rey; tenía el corazón alegre y estaba completamente bo-
rracho. Ella no le dijo una palabra, ni grande ni pequeña,
hasta el lucir del día. Por la mañana, cuando se le pasó
el vino a Nabal, le contó su mujer lo sucedido; entonces
el corazón se le murió en el pecho y él se quedó como
una piedra. Al cabo de unos diez días, hirió el Señor a
Nabal y murió.

Oyó David que Nabal había muerto y dijo:
«Bendito sea el Señor que ha defendido mi causa con-
tra la injuria de Nabal y ha preservado a su siervo de
hacer el mal. El Señor ha hecho caer la maldad de Nabal
sobre su cabeza.»

Responsorio

R. Tú me has impedido derramar sangre y tomarme la
justicia por mi mano. * Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro.

V. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán,
misericordia.

R. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que te ha en-
viado hoy a mi encuentro.

SEGUNDA LECTURA

Del Comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el sal-
mo ciento dieciocho

Yo y el Padre vendremos a fijar en él nuestra morada.
Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta,
ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que
pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de
paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuen-
tro del sol de la luz eterna que ilumina a todo hombre.
Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra
sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. Tam-
bién tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a
Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere sin em-
bargo ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.

Él salió del seno de la Virgen como el sol naciente,
para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reci-
ben esta luz los que desean la claridad del resplandor
sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna.
En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las ti-
nieblas de la noche; en cambio, el sol de justicia nunca
se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.

Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nues-
tra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda
la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto dice la
Iglesia en el Cantar de los cantares: La voz de mi amado
llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea
entrar: ¡Ábreme, hermana mía, amada mía, paloma mía!
Que está mi cabeza cubierta de rocío, y mis cabellos de la
escarcha de la noche.

Considera cuándo es principalmente que llama a tu
puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está
cubierta del rocío de la noche. Él se digna visitar a los
que están tentados o atribulados, para que nadie sucum-
ba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se
cubre de rocío o de escarcha cuando su cuerpo está en
dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en
vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado
a retirarse. Porque si estás dormido y tu corazón no está
en vela, se marcha sin haber llamado; pero si tu corazón
está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.

Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en noso-
tros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Porto-
nes!, alzad los dinteles, levantaos, puertas antiguas: va a
entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de
tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el
triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puer-
tas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús
por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.

Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la
que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar,
quiere hallar en vela a su Esposa.

Responsorio

R. Mirad que estoy a la puerta y llamo; si alguno es-
cucha mi voz y me abre la puerta, * entraré en su
casa, cenaré con él y él conmigo.

V. Dichoso el siervo a quien su amo, al volver, lo en-
cuentre cumpliendo lo que le ha encomendado.

R. Entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo.

ORACIÓN.

Oremos:
Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo
levantaste a la humanidad caída, conserva a tus fieles en
continua alegría y concede los gozos del cielo a quienes
has librado de la muerte eterna. Por nuestro Señor Jesu-
cristo, tu Hijo.

CONCLUSIÓN.

V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.

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